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La an-arquía que viene: Fragmentos para un diccionario de política radical
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La an-arquía que viene: Fragmentos para un diccionario de política radical
E-book293 páginas4 horas

La an-arquía que viene: Fragmentos para un diccionario de política radical

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Sobre este e-book

Lo que aquí llamamos «an-arquía» no debe confundirse con el anarquismo tradicional. La crisis prolongada que afecta a la política occidental nos obliga a cuestionar toda la tradición del pensamiento crítico-filosófico, incluyendo los términos, las categorías y los fundamentos de la democracia.

Andityas Matos critica radicalmente la insuficiencia del vocabulario de las prácticas políticas actuales, lanzando una propuesta innovadora para pensar en otras potencialidades a partir de la experiencia de la «an-arquía».

He aquí un diccionario de política radical que procura comprender la naturaleza de la experiencia del poder, la cual no se da como algo natural, sino histórico; que no necesariamente se identifica con las ideas de jerarquía, mando y separación; que no se desarrolla de forma lineal o progresiva, sino en gran parte al azar, lo que no quiere decir que esta experiencia no esté dirigida por ciertos intereses muy poderosos, que son necesarios desenmascarar, criticar y superar.


«Una nueva reflexión sobre la política que se aleja de la semántica agotada y se centra en una nueva forma de entender su relación con la filosofía».
Roberto Esposito
IdiomaPortuguês
Data de lançamento7 de fev. de 2023
ISBN9788418273971
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    La an-arquía que viene - Andityas Matos

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    © Andityas Soares de Moura Costa Matos, 2023

    Título en portugués: A an-arquia que vem: fragmentos de um dicionário de política radical

    © De la traducción: Francis García Collado

    De la corrección: Marta Beltrán Vahón

    © Prólogo de Roberto Esposito

    © Imagen de cubierta: MJH Shikder

    Montaje de cubierta: Juan Pablo Venditti

    Primera edición, 2023

    Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

    © Ned ediciones, 2023

    Preimpresión: Fotocomposición gama, sl

    ISBN: 978-84-18273-97-1

    La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida bajo el amparo de la legislación vigente.

    Ned Ediciones

    www.nedediciones.com

    ÍNDICE

    Presentación

    Introducción: hacia un nuevo léxico político

    Capítulo 1 - Muerte y lenguaje

    Comprar la vida, sobornar a la muerte

    El franquista y la deconstrucción

    Muerte (de)(cons)tituyente y phármakon

    Salir del lenguaje

    Economía de la muerte

    Biopotencia

    Capítulo 2 - Comunidad y mando

    Del cualsea a lo común

    A-nomía

    Muy breve arqueología del nómos

    El orden sagrado

    Capítulo 3 - Anarquía y pandemia

    An-arquía

    Peste

    Schuld

    Aprender a morir

    Fusión

    Forma-de-vida no-fascista

    Desinstitución

    Neither reloaded nor revolutions

    Capítulo 4 - Pueblo y democracia

    El argumento del psicópata

    Singularidades

    Luchas identitarias

    Pueblos ingobernables

    Capítulo 5 - Utopía y distopía

    Al principio

    The dark side

    ¿Ficciones?

    Tiempo-ahora

    Antiutopías

    Anticampos

    Capítulo 6 - Estado de excepción y desobediencia civil

    Democracias S.A.

    Poder constituyente/desinstituyente

    Desobediencia total

    Capítulo 7 - Teología y política

    Debilidad

    Vida sacra

    Por una (a)teología de la potencia

    Coda: tesis para Ravachol

    Epílogo

    De la diccionarización de la política a la politización del diccionario

    Bibliografía

    ¡El mundo ya está listo para irse a la mierda!

    RACIONAIS MC’S, Jesus chorou

    La destrucción se hace activa en la medida en que lo negativo se transmuta, transformándose en potencia afirmativa.

    GILLES DELEUZE, Nietzsche y la filosofía

    PRESENTACIÓN

    Hay dos formas de escribir un diccionario de política. La primera es la que fija, legitimando de manera canónica significados ya definidos. En este caso, el diccionario cumple la función de enclaustramiento del discurso, y también de censura ideológica en relación con todo lo que pueda excederlo. Tiene el papel de guardián de fronteras ya marcadas que no deben ser transgredidas, sino que, por el contrario, deben convertirse en definitivas, y consagrarse en términos teológico-políticos como límites inviolables que no pueden ser profanados. Sin embargo, al menos potencialmente, existe otro tipo de diccionario, raras veces presente en la lexicografía moderna y contemporánea, ya que está en estrecha contradicción con la propia idea de «diccionario». Como la lista de términos de Borges, acumulados aparentemente sin ningún principio ordenador por Foucault al comienzo de Las palabras y las cosas, este segundo tipo de diccionario tiene como primera tarea desafiarse a sí mismo, cuestionar la forma misma del diccionario en su significado tradicional. Así, en lugar de tratar con el cierre y la definición, juega con la apertura y la deconstrucción de los términos de la política. Lejos de mantener los límites preestablecidos, se esfuerza por superarlos, impugnarlos y desestabilizarlos, ya sea creando nuevos términos o modificando los existentes.

    A este segundo tipo de diccionario pertenece el que Andityas Soares de Moura Costa Matos proyectó de manera rigurosa y original. Él mismo lo define como «radical». Pero ¿en qué sentido debe entenderse esta expresión? Debe tomarse literalmente. Radical es un pensamiento que va a la raíz de las cosas y de las palabras. No para identificar sus fundamentos, sino para desactivarlos, poniéndolos a prueba ante una ausencia, o una falta, que no puede ser colmada definitivamente porque su fundamento está literalmente infundado. En este sentido, este diccionario remite a una ontología posfundacional que se inscribe en los límites extremos de la reflexión de nuestro tiempo. Pero el término «radical» también tiene otro significado en la obra de Andityas Soares de Moura Costa Matos. No solo la contestación del orden del discurso tradicional, sino también la inédita articulación entre términos aparentemente heterogéneos. De ahí su elección de proceder a través de pares de conceptos, colocados al mismo tiempo en conexión y tensión recíproca.

    Muerte y lenguaje, comunidad y mando, anarquía y pandemia, utopía y distopía, pueblo y democracia, estado de excepción y desobediencia civil, teología y política son los términos —igualmente en el sentido de últimas palabras— que este diccionario sitúa en el campo, expandiendo sus significados en direcciones sin precedentes. Pero no se trata solo de estos términos, ya que en sus encrucijadas emergen otros conceptos, categorías y paradigmas que adquieren particular importancia. Esto sucede a partir del paradigma de la «biopolítica», repensada más allá de su significado adquirido y abierta a un significado parcialmente nuevo. Algo similar ocurre con el concepto de «comunidad», que también fue reelaborado y llevado más allá de los confines del debate que lo vio nacer a finales del siglo pasado. Los términos «biopolítica» y «comunidad», surgidos en dos horizontes conceptuales diferentes, se entrelazan en una modalidad que también pone en juego la idea de lo «impolítico», entendida no como negación de la política, sino como su reverso radical. La democracia, la utopía y la desobediencia civil son las otras voces de este original experimento léxico, que promete abrir una nueva reflexión sobre la política que se aleja de la semántica agotada y se centra en una nueva forma de entender su relación con la filosofía.

    ROBERTO ESPOSITO, 13 de abril de 2022

    INTRODUCCIÓN:

    HACIA UN NUEVO LÉXICO POLÍTICO

    El léxico constituye el conjunto de palabras y expresiones del que disponen los hablantes de determinada lengua para expresar sus pensamientos. Es precisamente en este sentido que debe comprenderse la noción de léxico político, es decir, un conjunto de formas mediante las que se puede pensar y experimentar la pólis o, aún mejor, el poder. A partir de esta constatación lanzamos nuestra hipótesis, según la cual la prolongada crisis que afecta a la política occidental no es precisamente la expresión de una decadencia o de una progresiva inadecuación de mecanismos premodernos llamados a regular tiempos posmodernos, sino más bien el resultado de lo que podemos denominar diccionarización de la política.

    De hecho, el diccionario es el dispositivo que pretende capturar en un todo cerrado la multiplicidad de la lengua; trasladado a la política, este esquema indica el intento de definir, de una vez por todas, qué es la política y cuáles son sus procedimientos, de manera que todo aquello que queda fuera de la definición pasa a ser visto como antipolítica o irresponsable utopía. Los lexicógrafos de la política, empeñados en cerrar su campo, devienen instancias que personalizan el poder, que no solo lo ejercen, sino que lo imponen a los demás como un lastre, controlando y determinando qué elecciones podemos hacer, todas ellas fijadas y etiquetadas en el diccionario de la institucionalidad.

    Una de las dimensiones que contribuye de modo más decisivo a la diccionarización de la política es la universidad, precisamente dónde cabría esperar lo contrario, es decir, el rechazo de cualquier intento de cierre o limitación del plano de las potencialidades. Sin embargo, al funcionar como instancia de homologación doctrinal de las prácticas vigentes y no como potenciadora de los nuevos saberes, pensamientos y prácticas, la universidad contribuye activamente a circunscribir a la política a un campo cerrado. Prueba de ello es que las nuevas prácticas políticas que surgen a diario únicamente son discutidas seriamente en la universidad tras repetidos bautismos en el mundo de lo empírico, negando de ese modo la dignidad del pensamiento, condenado así a la mera repetición de lo dado y de lo heredado.

    No es necesario ser un genio para intuir cómo es de peligrosa la diccionarización de la política, especialmente en nuestros tiempos, en los que la novedad absoluta se interpreta en términos catastróficos, ya que todo lo que no está en el diccionario se considera de modo automático como incorrecto. Por eso la llamada crisis de la política puede entenderse como la percepción, aunque muy confusa y negativa, de que hay algo más allá del diccionario, de que el lenguaje de la política no se deja encerrar y domesticar, dado que mucho antes que cualquier modelo o diseño institucional se impone la evidencia de la infundamentalidad de cualquier poder. Pensar políticamente significa pensar un fundamento siempre ausente, y por eso mismo rechazar el gesto grandilocuente del diccionario, preparando, a lo sumo, una introducción a uno que jamás verá la luz. De este modo se afirma la dimensión propia de la inagotabilidad del poder, tal como hizo Mustapha Khayati al escribir en marzo de 1966, en la revista Internationale situationniste, un Prefacio a un diccionario situacionista, el cual, obviamente, nunca existió. Veamos lo que dice en un pasaje significativo:

    Toda teoría revolucionaria tuvo que inventar sus propias palabras, destruir el significado dominante de otras palabras y traer nuevas posiciones al «mundo de los significados», correspondientes a la nueva realidad en gestación, tratando de liberarse de la confusión dominante. Las mismas razones que impiden a nuestros oponentes (los maestros del diccionario) fijar el lenguaje, nos permiten hoy afirmar otras posiciones que niegan el sentido existente. Sin embargo, sabemos de antemano que estas mismas razones no nos permiten en modo alguno reclamar seguridad jurídica definitiva; una definición está siempre abierta, nunca es definitiva; las nuestras son válidas históricamente, para un período determinado, ligadas a una praxis histórica precisa. Es imposible desembarazarse de un mundo sin desembarazarse del lenguaje que lo oculta y garantiza, sin exponer su verdad. Al ser el poder la mentira permanente y la «verdad social», el lenguaje es su garantía permanente y el Diccionario su referencia universal. Toda práctica revolucionaria sintió la necesidad de un nuevo campo semántico, así como la afirmación de una nueva verdad; desde los enciclopedistas hasta la «crítica de la lengua de madera» estalinista (realizada por intelectuales polacos en 1956), esta reivindicación no ha dejado de afirmarse. Esto se debe a que el lenguaje es la morada del poder, el refugio de su violencia policial. Todo diálogo con el poder es violencia, sufrida o provocada. Cuando el poder escatima el uso de sus armas, es al lenguaje al que encomienda la tarea de salvaguardar el orden opresivo. Más aún: la combinación de los dos es la expresión más natural de todo poder.¹

    En pocas palabras, Khayati capta el vínculo entre lenguaje y poder que, al ser tan obvio, coincide con aquello que acostumbramos a pasar por alto. Unas páginas más adelante, Khayati desarrolla todo un programa revolucionario al percatarse de que la crítica del lenguaje dominante debe convertirse en la práctica permanente de la teoría revolucionaria, imponiéndole así continuos détournements al lenguaje dominante. Como es bien sabido, con este término —traducido al castellano como «desvío»— los situacionistas indicaban su método principal. Este consistió en apropiarse de partes, frases e ideas de otros pensadores y, alterando algunos de sus elementos o simplemente cambiando su contexto o lugar en el texto, construir potentes armas críticas dirigidas contra la miseria de la cotidianidad contemplativa en la que veían hundirse el mundo. Hoy, sin embargo, parece que el simple desvío del lenguaje político dominante no es suficiente para crear vitalidad, ya que, como señaló Agamben, al haberse convertido la mentira en parte integral de la política, se ha impuesto definitivamente un cambio de época, constituyendo así un horizonte que parece imposible profanar.

    El diccionario se defiende de todo intento de pensar más allá de este, reafirmando lo verdadero solo como un momento de lo falso y reduciendo al mínimo necesario las opciones de las que disponen los hablantes, como ya previó George Orwell. Este, en 1984, nos presenta a ocupados lexicógrafos cuyo deber y orgullo es producir ediciones cada vez menos voluminosas del diccionario de neolengua, evidenciando no solo el estrechamiento del campo del pensamiento, sino de la articulación misma del poder que, cada vez más identificado con su propia práctica, con su ser despotencializado en acto, no tiene más alternativa que revolverse despiadadamente contra aquellos que, quizás ingenuamente, creen poder definirlo ciñéndolo a modelos institucionales.

    Un nuevo léxico político no es, pues, una moda más o menos vulgar, sino una necesidad apremiante para todos aquellos que comprenden la ausencia de fundamento característica de la experiencia del poder, que no se da como algo natural, sino histórico; que no se identifica necesariamente con las ideas de jerarquía, mando y separación; que no se desarrolla de forma lineal o progresiva, sino en gran parte al azar, lo que no quiere decir que esta experiencia no esté dirigida o supervisada por ciertos intereses muy poderosos.

    Para quienes piensan que el poder es ante todo potencia, constituyendo el campo inagotable de la acción conjunta capaz de cambiar colectivamente el orden del mundo, la primera y más terrible dificultad consiste en tener que utilizar el léxico del diccionario para expresar nuevas formas, estructuras y realidades políticas. Para darse cuenta de esta situación, basta intentar construir cualquier tesis crítica sin el uso de palabras que, como «persona», «individuo», «derecho», «revolución», «soberanía», «pueblo», «identidad» e «izquierda», fueron concebidas precisamente para solidificar ciertas experiencias de subjetivación, haciéndolas parecer únicas e insuperables, relegando cualquier otra posibilidad a la inefabilidad mesiánica de lo no dicho, de un callarse que solo llama y evoca, como lo hizo, con desesperada insistencia, Walter Benjamín.

    La paradoja es cruel: para pensar y decir lo nuevo, contamos únicamente con los viejos instrumentos que niegan en su propio cuerpo toda posibilidad de novedad; los modelos lingüísticos de la tradición son los únicos que hacen pensable su deposición, del mismo modo que un hablante de castellano tan solo tiene las estructuras y formas de su lengua para empezar a aprender otra radicalmente diferente, como el chino. Aun así, es bien sabido por los lingüistas que una lengua únicamente se aprende de verdad cuando, abandonando los instrumentos de la lengua materna, aprendemos a pensar y sentir en la lengua extranjera, sin referencias a la lengua con la que crecimos y que hasta entonces parecía estar completamente enganchada a las cosas. Cuando aprendemos a hablar, pensamos que la palabra «pan» contiene todo pan real, como ilustra Jorge Luis Borges al comienzo del poema El golem, que glosa una tesis platónica contenida en el diálogo Crátilo:

    Si (como afirma el griego en el Crátilo)

    el nombre es arquetipo de la cosa

    en las letras de «rosa» está la rosa

    y todo el Nilo en la palabra «Nilo».²

    No disponemos de otro acceso al mundo de la política que no sea el diccionario que esta nos ofrece, configurándose así una paradoja según la cual, para pensar un afuera, necesitamos afirmar un adentro absoluto. La tan discutida idea de Benjamin de la violencia pura pretende ser una respuesta a esta paradoja, pues al igual que su carácter destructivo, la reine Gewalt solo deja espacio para lo que vendrá, operando una especie de terraplén teórico-crítico que, arrasando a lo antiguo, sabe que quien lo produjo no puede proponer lo nuevo, so pena de repetir los mismos gestos tradicionales que se pretenden universales e insuperables.³ Fue Giorgio Agamben, en un hermoso texto juvenil —publicado originalmente en Nuovi argumenti n.º 17, en 1970—, quien comprendió el carácter verdaderamente trágico —y por tanto fascinante— de la propuesta de Benjamin, que como un mana temible acecha a toda la «tradición revolucionaria», expresión que es en sí misma un oxímoron. Leamos uno de los movimientos finales del artículo de Agamben:

    Hay una frase de Marx, en La ideología alemana, en que la capacidad de la revolución para dar un nuevo comienzo a la historia y fundar la sociedad sobre nuevos cimientos está explícitamente relacionada con el carácter especial de la experiencia que la clase revolucionaria realiza en ella. Marx escribe que «la revolución no solo es necesaria porque la clase dominante no puede ser derrocada de otra manera, sino también porque solo a través de la revolución la clase que la derroca puede lograr liberarse de todas las viejas inmundicias y, por lo tanto, volverse capaz de fundar de nuevo la sociedad». En otras palabras, lo que le da a la clase revolucionaria la capacidad única de abrir una nueva época histórica es el hecho de que, en la negación de la clase dominante, experimenta su propia negación.

    Según Agamben, la clase revolucionaria vanguardista, aquella que abre violentamente la posibilidad de lo nuevo negando lo antiguo, no tiene otra alternativa que la de autosuprimirse, porque si realmente toma en serio su misión histórica, comprenderá que ella misma integra y constituye el campo de lo viejo. En este sentido, la clase obrera idealizada por Marx y sus epígonos se presenta como paradójica: siendo la clase social universalmente explotada, tiene como misión acabar con la explotación universal, es decir, con la estructuración social clasista que acabó constituyendo la propia clase obrera. Lo paradójico reside en el hecho de que únicamente como clase, es decir, como estructura antigua, jerárquica e históricamente determinada, los obreros pueden cumplir su destino que es, precisamente, inaugurar un mundo sin clases.

    El problema del nuevo léxico es isomorfo al de la clase revolucionaria, porque solo con el antiguo léxico, que constituye propiamente nuestro lenguaje político, podemos pensar y construir uno nuevo, que nace así contagiado del viejo. Así, la única solución parece entonces ser el suicidio, es decir, la autosupresión revolucionaria que Agamben ve como tarea de la clase revolucionaria y que, traducida a la dimensión del lenguaje, que es la que aquí nos interesa, significa simplemente el silencio sepulcral de un mundo que, destruido, enmudece.

    Pero entiendo que hay otras posibilidades más allá de la auto­supresión del lenguaje. Para eso, hay que tomar muy en serio la sugerencia de Khayati, preparando un desvío real de nuestras prácticas lingüísticas que, de modo claro e inmediato, se traduzcan en prácticas políticas. Necesitamos aprender a jugar con las palabras y asumir una dimensión lúcida y lúdica que potencie prácticas de «desujeción» del lenguaje. Una de las formas de hacerlo se da en la filosofía, ese juego serio que, en tiempos que pretenden ser posthistóricos, nos enseña, a través de Kafka y tal vez con Marx, que la historia ni siquiera ha comenzado. De hecho, «el momento decisivo de la evolución humana es permanente. Por eso los movimientos espirituales revolucionarios tienen razón en declarar nulo todo lo que ya ha pasado, dado que todavía no ha sucedido nada».

    Tomemos en nuestras manos el diccionario de la política: sus palabras pueden volverse prehistóricas, apuntando a algo que las supera, que juega con ellas y por eso puede desactivarlas en el mismo momento en que las enunciamos. Se trata de la estrategia paulina, ya mencionada por Agamben en más de una ocasión,⁶ de hacer como si no se hiciera, cosa que solo tiene sentido si cobijamos en el fondo de nuestras almas la certeza de que no hay certezas, la certeza de que todo lo que existe no solo merece perecer, sino que perecerá; porque todo es arreglo humano, todo es acto de una potencia que nunca se agota; todo es provisional y precario y precisamente por eso puede —y en este «puede» está todo el sentido verbal-nominal de poder, de política— ser diferente.

    Ahora realicemos un ejercicio que atañe a lo indecible de la política, es decir, a esa dimensión colectiva de construcción precaria de las precariedades. Y es que, dado que se opone a todos los modelos políticos efectivamente existentes, tal ejercicio no está ni estará nunca en ningún diccionario. Esta ausencia permanente es suplida, sin embargo, por algunas palabras más o menos oblicuas del diccionario: democracia, anarquía y desobediencia. Aisladas y traducidas en estructuras y eventos «reales», estas tres palabras parecen contradecirse y anularse entre sí. La democracia, por ejemplo, sería lo contrario de la anarquía, y la desobediencia indicaría una situación límite en que la primera se convertiría en la segunda. Sin embargo, la tesis que recorre este libro es que estas palabras, entendidas desde un punto de vista crítico-radical, significan lo mismo. Sin ser sinónimas, apuntan a lo que he llamado lo indecible de la política —que no está en ningún diccionario de prácticas e ideas actuales—, que únicamente puede comprenderse en su radicalidad en la medida en que esas tres palabras se refieren las unas a las otras y, de ese modo, pueden suprimirse continuamente, indicando que la política es una tarea que nunca atañe a la fundamentación del poder, sino a su radical y constitutiva falta de fundamento.

    Este aspecto ya queda muy claro en la formación griega de la palabra «democracia» que, como acertadamente señaló Luciano Canfora, no podía evocar nada bueno en la mente de quienes la inventaron y la pusieron en circulación, es decir, los aristócratas atenienses.⁷ En la palabra «democracia» está en

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