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Projetos de estado na América Latina contemporânea (1930-1960)
Projetos de estado na América Latina contemporânea (1930-1960)
Projetos de estado na América Latina contemporânea (1930-1960)
E-book232 páginas3 horas

Projetos de estado na América Latina contemporânea (1930-1960)

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Sobre este e-book

A coleção é dedicada à América Latina entre 1930 até os dias atuais. Nesse período, a América Latina é fortemente marcada pela construção de diferentes projetos de modernização e pelo protagonismo do Estado na condução de propostas que visavam fortalecer os países da região, fomentando o desenvolvimento dos Estados-nação. Nesse processo não linear, questões políticas, como democracia, cidadania, corporativismo e autoritarismo foram amplamente capitaneadas por diferentes atores políticos que passaram a lidar com as pressões de movimentos sociais pela ampliação de direitos e participação política ativa. A diversidade latino-americana favoreceu a construção de projetos políticos concorrentes, assim como a emergência de modelos autoritários ao longo do século XX. A consolidação da cidadania e da democracia, ambos conceitos polissêmicos, ainda é um desafio.
IdiomaPortuguês
Data de lançamento22 de ago. de 2022
ISBN9788539712540
Projetos de estado na América Latina contemporânea (1930-1960)

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    Projetos de estado na América Latina contemporânea (1930-1960) - Luciano Aronne de Abreu

    1. EL TEMPRANO ESTADO DE BIENESTAR EN URUGUAY: CONSTRUCCIÓN, APOGEO Y CRISIS (1920-1970)

    GERARDO CAETANO

    En el texto que sigue, se procura ofrecer un contexto histórico y perfilar los principales rasgos que identificaron el temprano Estado de Bienestar uruguayo, en forma prioritaria —aunque no excluyente—, con la acción del Batllismo.[ 1 ]

    El marco cronológico elegido para este análisis coincide, a grandes rasgos, con la construcción, el apogeo y la crisis de ese modelo de Estado social, entre el largo 900, en el que se terminó de construir —desde líneas históricas que hundían sus raíces en la segunda mitad del siglo XIX—, y los años cincuenta y sesenta, con su epílogo dramático en el golpe de Estado de 1973, que dio inicio a una larga dictadura civil-militar (1973-1985).

    Contextos históricos de la consolidación de un Estado fuerte e integrador de los legados políticos de la tierra purpúrea[ 2 ] al impulso y freno del afán reformista del Primer Batllismo

    Ninguno de los procesos políticos que marcaron a fuego el novecientos uruguayo constituyó un salto en el vacío o una ruptura tajante con respecto al pasado. De allí que se imponga una enumeración —aunque sucinta— de algunos legados políticos importantes que enmarcaron las luchas y búsquedas políticas de ese Uruguay que llegaba luego de una intensa fragua a los comienzos del siglo XX:

    a) Como buen punto de partida, al decir de Carlos Real de Azúa, habría que remitir a esa...

    [...] patente, innegable debilidad que el Uruguay del siglo XIX presentó la constelación de poder del continente [...] [caracterizada] por la hegemonía económico-social de los sectores empresarios agrocomerciales y su entrelazamiento con la Iglesia y las Fuerzas Armadas como factores de consenso y respaldo coactivo.[ 3 ]

    El umbral del siglo XX constituía un momento tardío para configurar esa constelación de poder de manera efectiva. El Uruguay de 1900 se mostraba más bien abierto para recibir e interpretar el impacto de los fenómenos típicos de la política moderna, desplegados con cierta comodidad en aquel país nuevo y aluvional.

    b) También fueron relativas las restricciones de los condicionamientos externos, ya porque la misma implantación capitalista —débil en sus orígenes— no terminaba de afirmarse, ya porque la oferta uruguaya en los mercados mundial y regional era bastante diversificada, aun dentro del marco de la mono producción ganadera. Pese a formar parte del "imperio informal" británico, el país no había dejado de ser frontera de la región y de las luchas interimperiales. A partir de allí y de su misma pequeñez, se habilitaba la posibilidad de ciertos gestos y políticas de sesgo estatista y nacionalizante.

    c) La combinación de ambas debilidades —la de la radicación oligárquica y la de la implantación capitalista— contribuyó a reforzar la presencia del Estado en la sociedad civil y la centralidad de sus funciones en la formación social uruguaya. Hacia fines del siglo XIX, el Estado uruguayo ofrecía ya una sólida tradición intervencionista, expresada no sólo en el desarrollo de su poder coactivo y administrativo, sino también en el cumplimiento de algunas tareas empresariales y arbitrales. El reformismo batllista encontraría —y en parte sería su fruto— un Estado empresario e interventor con relativa autonomía de las clases sociales dominantes y de sus actores corporativos, que, a pesar de todo, vieron en él una posibilidad de proyectar sus demandas y disimular sus vacilaciones.[ 4 ]

    d) Esta primacía del Estado coadyuvó también la centralidad de las mediaciones específicamente políticas en la sociedad uruguaya. Configurados en fecha temprana, resistentes ante los reiterados embates doctorales y fusionistas, los partidos políticos sirvieron de intermediarios principales entre las demandas formuladas por una sociedad civil carente de corporaciones fuertes y un espacio público definido y ordenado en clave casi monopólica desde el Estado. Asimismo, blancos y colorados se admitieron también pronto recíprocamente y aceptaron gradualmente —más allá de sus disputas— una pauta de coparticipación en los manejos del gobierno. De ese modo, con la intermediación eficaz de los partidos, de manera temprana el Estado se configuró como un centro instrumental y simbólico en procura de la construcción política del orden social.[ 5 ]

    e) Con un fondo ideológico que presentaba tanto coincidencias como divergencias, blancos y colorados participaron así de un esquema binario y dialéctico irreductible a la oposición liberales vs. conservadores, tan típica en el resto de América Latina.[ 6 ] Tras cruentos conflictos, tras sucesivas negaciones y exclusiones, aquellos partidos pudieron urdir tramas de hondo arraigado en la sociedad y en la cultura de aquella patria gringa que nacía. Así terminaron por aceptarse pronto como agentes legítimos y expresaron, cada cual, a su modo, la matriz republicano liberal por entonces disponible y muy pronto hegemónica en la concepción democrática predominante.[ 7 ]

    Esa temprana matriz partidista y estatista, así como el clima fértil para la implantación de las ideas y tradiciones consiguientes, se articulaba además con otros aspectos cuya consideración excede los límites de este texto. No obstante se impone al menos registrar algunos, aunque sea fugazmente: la debilidad del mundo político y cultural colonial, en especial de un esquema de "cristiandad indiana", similar al vigente en otras partes del continente americano; la debilidad de los clivajes territoriales, étnicos, comunitarios, en el marco del predominio de una visión de pequeña escala que favorecía la construcción de una ciudadanía definida a partir del horizonte político y sus actores; una abrumadora y temprana primacía urbana y capitalina, que favorecía los esquemas de una integración homogeneizante; entre otros.

    La crisis económico-financiera de la década de 1890 y la crisis político-militar expresada por las guerras civiles de 1897 y de 1904 operaron como un gran espacio de interpelación al sistema político. A partir de un conjunto de valoraciones acerca del país en términos de su destino, pudieron replantear con fuerza temas como el de la legitimidad política, el modelo de vínculos entre individuo y Estado, el de la consiguiente ampliación de la ciudadanía, el de la necesidad de nuevos actores políticos y sociales. Esa doble crisis propició también una introspección osada, que seguramente guardaba bastante relación con la identidad de quienes la emprendían, pues provino de manera importante de aquellos que mostraban mucho más vinculación con la política profesional que con la estructura productiva.

    Como principal intérprete de los nuevos tiempos (esos "tiempos de formación como los llamó el propio Batlle y Ordóñez), el batllismo —como han dicho Barrán y Nahum— nació en la cuna de oro" del Estado, dueño a esa altura de una incontrastable fuerza militar (confirmada en 1904 en su victoria militar frente a las huestes del P. Nacional lideradas por Aparicio Saravia) y agente renovado de una práctica interventora en la economía y la sociedad. Nació también dentro de la matriz de la vieja tradición colorada cuyas piezas claves eran el ejercicio mismo del gobierno (que detentaba desde hacía cuatro décadas) y la identificación con el Estado.[ 8 ]

    El itinerario de aquel Primer Batllismo es reconocible en una serie de reformas desarrolladas en varios escenarios de la vida del país y que encontraron en el accionar del Estado su instrumento fundamental. Su plan de transformaciones, que pregaba antes que nada por la integración moderna del país discurrió por seis grandes andariveles: la reforma económica (nacionalizaciones, estatizaciones, promoción de la industria vía proteccionismo); la reforma social (apoyo crítico al movimiento obrero, el otorgamiento de una legislación social protectora y obrerista, el desarrollo de medidas de índole solidarista con los sectores más empobrecidos); la reforma rural (eliminación progresiva del latifundio ganadero, promoción alternativa de un país de pequeños propietarios, con mayor equilibrio productivo entre ganadería y agricultura); la reforma fiscal (mayor incremento de los impuestos a los ricos y descenso de los impuestos al consumo, con objetivos también en el plano de la recaudación fiscal y del dirigismo económico y social); la reforma moral (incremento de la educación, defensa de una identidad nacional cosmopolita, anticlericalismo radical, propuestas de emancipación para la mujer); la reforma política (amplía la politización de la sociedad, la colegialización del Poder Ejecutivo, la implantación de institutos de democracia directa).[ 9 ]

    Todas estas reformas (muchas de las cuales no llegaron a concretarse en su totalidad) no sólo congregaron voluntades entusiastas: también provocaron miedos y resistencias. La primera crisis del batllismo temprano encontró su expresión más rotunda en la derrota electoral del 30 de julio de 1916. En un marco de creciente polarización social y política, fue convocada y electa una Asamblea Constituyente cuyo cometido era la reforma de la Constitución de 1830. La instancia electoral operó como un verdadero plebiscito en torno al modelo reformista, identificado en esa ocasión con una propuesta colegialista apoyada por el batllismo e indirectamente por el socialismo. Su resultado fue para muchos sorprendente: la primera vez que se aplicaba el voto secreto y el sufragio universal masculino, la ciudadanía uruguaya se pronunciaba categóricamente en contra del gobierno y de su propuesta reformista.

    El año de 1916 delimitó así una paradoja constitutiva de la moderna democracia uruguaya. A simple vista, el freno al reformismo en las políticas públicas —anunciado e implementado por el sucesor de Batlle en la presidencia, Feliciano Viera— fue producto de su traspié en las urnas. La democracia política, finalmente asegurada en la nueva Constitución, nació junto al imperativo político de la conciliación y del pacto, de la parsimonia para el cambio social, del recelo ante los impulsos hegemonistas. La nueva Constitución, que entró en vigencia a partir de marzo de 1919 y que fue el fruto de un pacto político entre el batllismo y la oposición nacionalista, incorporó un conjunto de disposiciones innovadoras respecto a la primera Carta de 1830. Entre ellas deben citarse: separación de la Iglesia del Estado, sufragio universal masculino, ampliación de las garantías electorales, establecimiento de un exótico poder ejecutivo bicéfalo (con un presidente y un Consejo Nacional de Administración), reconocimiento de las empresas públicas, fijación de una secuencia electoral casi anual y flexibilización de los procedimientos de reforma constitucional, entre otras. Con acierto, Real de Azúa ha señalado que aquel pacto constitucional pareció inspirarse en una decidida búsqueda de "exorcización del poder". De allí en adelante, a partir de esos marcos institucionales tan singulares, habrían de dirimirse los pleitos políticos fundamentales de una democracia de partidos, coparticipación y elecciones.

    ¿Qué era, en qué consistió esa tan mentada "política del alto" que predominó durante la década de los veinte? En términos generales, fue freno, detención, parálisis en los planes reformistas, pero no retroceso, al menos en un primer contexto. El freno al impulso reformista no se tradujo en hegemonía de la derecha liberal conservadora y antibatllista. En esa dirección, se impone señalar que también el viraje conservador tuvo su propio "alto".[ 10 ] En esa dirección, una gradual reorientación gestionista y más articuladora con el capital privado nacional fue una de las tónicas dominantes en la transformación del Estado batllista cuya acción fue moderada, pero no desmantelada. Sin embargo, aun mediatizado en sus alcances, el estatismo social batllista continuó siendo objeto de crítica por parte del capital privado nacional y extranjero.

    El capital nacional —ha dicho a este respecto Raúl Jacob— [...], (en especial) a medida que el capital extranjero se apoltronaba en el país, [...] (se mostró) temeroso de los alcances del estatismo, al que identificaban como peligroso para los postulados de la libre concurrencia y de la iniciativa privada. [...] Para sus cultores (batllistas), servicios públicos en manos de capital privado equivalía a capital extranjero. [...] El estatismo uruguayo, más que capitalismo de Estado, fue nodriza del capitalismo.[ 11 ]

    El Centenario y el nacimiento de una

    sociedad hiperintegrada

    Fue efectivamente durante las primeras décadas del siglo XX cuando la sociedad uruguaya pudo completar su primer modelo de configuración nacional, culminando así el perfil de una tarea iniciada varias décadas atrás. En ese marco, la construcción de un Estado social tan identificado como referente sustantivo de la república pudo asociarse en el plano simbólico con ese Primer Batllismo y con las políticas públicas de signo reformista aplicadas en las primeras décadas del siglo XX.

    A este respecto ha señalado Germán Rama, describiendo los que a su juicio fueron los elementos definidores de la "dimensión de nación" que se puso en juego en este período:

    Para crear una nación a partir del conglomerado heterogéneo que era la población residente y de la segmentación económica y cultural que la caracterizaba, era preciso generar simultáneamente espacios de autonomía en relación al dominio británico y procesos de integración de la población en una identidad que carecía de valores tradicionales a los cuales apelar. [...] Respecto a lo segundo, la panoplia de las políticas abarcó planos diversos. [...] La población se transformó (así) en ciudadanía. [...] El Estado formó la sociedad de acuerdo con las prioridades de integración nacional, de institucionalización y de identificación entre sociedad y Estado a través del proceso político democrático. [...] La integración democrática estableció en el largo plazo la identidad de la sociedad uruguaya, pero su precio en el corto plazo fue un consenso integrador que implicaba un freno al cambio. [ 12 ]

    De ese modo, pudo expandirse desde el Estado y a través de sus políticas públicas, un modelo integrador de base uniformizante, sustentado en toda una propuesta oficial que privilegiaba nítidamente la meta del "crisol de identidades sobre un eventual intento de armonizar lo diverso desde el respeto de las tradiciones preexistentes. Esa sociedad hiperintegrada fue en algún sentido una nueva traducción de la idea del país modelo", anunciada por el propio Batlle y Ordóñez en una famosa carta que dirigiera a su amigo Domingo Arena durante su viaje a Europa entre sus dos presidencias (ejercidas entre 1903 y 1907 y entre 1911 y 1915).[ 13 ]

    Como mito movilizador, esta idea tuvo un éxito indudable en la forja de una nacionalidad inclusiva y de perfiles igualitaristas, que impedía grandes marginalizaciones socioculturales o políticas. Sin embargo, también es en parte cierto que pagó los costos de una integración homogeneizadora demasiado referida a la medianía y a ciertos estereotipos sociales y culturales mesocráticos, lo que a menudo terminó ambientando en forma indirecta la sanción a la diversidad y aún a la innovación.

    ¿Cuáles fueron las notas más distintivas de este imaginario integrador que precisamente alcanzó su máximo despliegue en las décadas del Centenario? Se impone enumerar algunos de sus contenidos fundamentales: cierta estatización de la idea de lo público y el establecimiento de una relación de primacía de lo público sobre lo privado; una matriz democrático-pluralista de base estatista y partidocéntrica; una reivindicación del camino reformista, que se sobreponía simbólicamente a la antinomia conservación-revolución; la primacía del mundo urbano, con todas sus múltiples implicaciones; el cosmopolitismo de perfil eurocéntrico; el culto a la "excepcionalidad uruguaya en el concierto internacional y fundamentalmente dentro de América Latina; la exaltación del legalismo, entendido como el respeto irrestricto a las reglas de juego (contenido y forma del consenso ciudadano); el tono optimista de la convivencia; el destaque de los valores de la seguridad y de la integración social, cimentados en una fuerte propensión a la idea de fusión de culturas y sentimientos"; entre otros. El origen de estos valores se fue dando en momentos diversos, pero su articulación en un mismo cuerpo de significaciones colectivas se dio fundamentalmente a partir de su asociación simbólica con ese Estado social consolidado en esas primeras décadas del siglo. Por múltiples motivos, las celebraciones y los debates del Centenario entre 1920 y 1930, se constituyeron en el símbolo identificatorio por excelencia del primer momento de apogeo de esa síntesis de identidad uruguaya.

    Electores, inmigrantes y Estado

    En este marco, el sistema político uruguayo también experimentó durante las primeras tres décadas del siglo XX una acelerada expansión electoral. Superados de manera progresiva los motivos que en el pasado habían quitado legitimidad ciudadana a las elecciones, el arbitraje electoral arraigó con mucha fuerza y celeridad en el seno de la sociedad uruguaya.

    Lo primero que debe destacarse al examinar las tendencias electorales de ese período tiene que ver con un aumento verdaderamente espectacular en el número de votantes.

    En el Cuadro 1 y en la Gráfica 1, puede observarse la evolución del electorado, de la población, de los votantes varones mayores de 18 años y de los habilitados para sufragar en las elecciones para la renovación de los principales Poderes Públicos entre 1905 y

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